Leyenda de la Feria de Santa Rita

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Leyenda de la Feria de Santa Rita

¡Bienvenidos a la fascinante historia de la Feria de Santa Rita! En esta ocasión, nos adentraremos en el origen, la tradición y la leyenda que envuelven a esta festividad tan arraigada en la ciudad de Chihuahua.

Para comprender mejor su significado, nos basaremos en el valioso trabajo de Lorenzo Arellano Schetelig, quien nos brindó una amplia investigación en su texto ganador del primer premio en los Juegos Florales de las Fiestas de Santa Rita en mayo de 1942.

Arellano Schetelig nos transporta a través del tiempo y nos sumerge en el contexto histórico y cultural en el que surge esta celebración. Con su pluma experta, desentraña las raíces de la feria, revelando detalles fascinantes y cautivadores.

Desde sus orígenes hasta las tradiciones que se han transmitido de generación en generación, descubriremos el legado de Santa Rita y cómo se ha convertido en un evento emblemático en la vida de los chihuahuenses.

Acompáñanos en este viaje lleno de magia y misterio, donde las leyendas cobran vida y la historia se entrelaza con la tradición. Sumérgete en la rica cultura de Chihuahua y descubre los secretos ocultos detrás de la Feria de Santa Rita.

¡Prepárate para adentrarte en un relato que te transportará a épocas pasadas y despertará tu imaginación!

Fuente bibliográfica: Arellano Schetelig, Lorenzo. «Origen, tradición y leyenda de la feria de Santa Rita», Boletín de la Sociedad Chihuahuense de Estudios Históricos, tomo IV, núm. 7, Chihuahua, diciembre 20 de 1942, pp. 272-279; parte ir: enero 20 de 1943, núm. 8, pp. 330-334; parte III: febrero 20 de 1943, núm. 9, pp. 352-354; parte IV: mayo 20 de 1943, núm. 12, pp. 471-476.

Leyenda de la Feria de Santa Rita

Leyenda de la Feria de Santa Rita

Érase una vez, en el bullicioso pueblo de San Felipe el Real, que más tarde sería conocido como Chihuahua, un evento extraordinario estaba a punto de suceder.

El pueblo había experimentado un rápido crecimiento debido a las prósperas minas de plata de Santa Eulalia de Mérida y la próspera industria ganadera de ovejas.

Personas de todas partes eran atraídas a este lugar, no solo de las regiones cercanas, sino también de los rincones más lejanos de la Nueva España, los distantes reinos de Castilla e incluso de otras tierras del mundo.

El rápido aumento de la población del pueblo y las fortunas acumuladas por sus residentes dejaban a todos asombrados. El dinero fluía libremente y los estilos de vida lujosos se volvieron comunes.

La construcción de una nueva iglesia parroquial y la escuela adyacente de la Sagrada Sociedad de Jesús ya estaban en marcha. En una de las capillas de la iglesia, la misa ya se celebraba.

Una tarde de mayo del año 1729, un ambiente de emoción y bullicio llenaba una de las grandes casas del pueblo.

Los sirvientes, incluyendo a esclavos africanos y personas de raza mixta, trabajaban sin descanso desde temprano en la decoración del amplio zaguán, los corredores, el espacioso patio, el oratorio, la sala y el comedor. Daban los toques finales a su labor.

El mismo desorden y movimiento reinaban en el tocador de la dueña de aquella residencia, considerada una de las más importantes del pueblo.

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Ella era doña Isabel de Ibargüen y Morón, esposa del poderoso señor don Juan Felipe de Orozco y Molina, coronel de los ejércitos reales de Su Majestad, quien había ocupado otros altos cargos, como el de contador fiscal de la Real Hacienda y Caja de la ciudad de Durango, juez conservador de las benditas ánimas del santo Monte de Piedad, teniente y capitán general encargado del gobierno de la Nueva Vizcaya, regidor alcalde principal ordinario de la santa hermandad y corregidor de la villa.

Gracias a sus esfuerzos, el real de San Francisco de Cuéllar fue elevado a la categoría de villa de San Felipe el Real en el año 1718.

Personas de la servidumbre iban y venían en la habitación de doña Isabel, cumpliendo sus órdenes.

El tocador de doña Isabel era lujoso y servía como un lugar para vestirse. Tenía puertas y ventanas cubiertas con cortinas de color turquesa, decoradas con hilos dorados. El suelo estaba cubierto con una alfombra azul con dibujos chinos, y las paredes tenían cuadros, santos en pequeñas repisas y un gran espejo con un hermoso marco de plata.

Frente a ese hermoso tocador, estaba sentada doña Isabel, a punto de terminar de arreglarse. Las dos esclavas negras que la servían acababan de ponerle una falda de tela brillante de color oscuro y, en ese momento, le colocarían la elegante parte superior del traje, hecha de tela amarilla con detalles especiales, diseñada por modistos de la capital de la Nueva España.

Una vez terminada su preparación, para la cual había dedicado más de tres horas, doña Isabel salió del tocador y se dirigió con paso y majestuosidad hacia el dormitorio de su hija, doña María Teresa de Larrazolo, quien esa noche contraería matrimonio con don Francisco de Salcedo, sobrino y protegido del poderoso señor coronel don Juan Felipe de Orozco y Molina.

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Doña Isabel de Ibarguen y Morón era conocida no solo por su belleza y la inmensa fortuna que heredó de sus padres, sino también por su arrogancia y altivez. Se decía que incluso su esposo, don Juan Felipe, a quien todos temían, no escapaba de su carácter dominante.

Doña Isabel tenía dos hijos de su primer matrimonio: un joven de 16 años que se encontraba en la Ciudad de México, y doña María Teresa de Larrazolo, quien esa noche se casaría con don Francisco Salcedo, un sobrino y protegido del poderoso coronel don Juan Felipe de Orozco y Molina.

A pesar de su corta edad, la joven María Teresa ya era famosa en Nueva Vizcaya por su singular belleza angelical.

En ella se combinaban la expresión vívida de la inocencia, la pureza, la dulzura y la modestia, características que resaltaban aún más su extraordinaria hermosura.

Todos admiraban a María Teresa en el pueblo. Las personas de clase alta, los sirvientes y los esclavos de su casa la querían y la admiraban. Los pobres la adoraban porque su generosidad no conocía límites y sabía persuadir a su madre y a su padrastro para que también ayudaran a los necesitados. El párroco de la iglesia, los frailes franciscanos y los padres jesuitas, quienes la conocían mejor que nadie, no se cansaban de elogiar su piedad y virtudes.

Doña Isabel y don Juan Felipe soñaban con un matrimonio brillante y una posición elevada para la encantadora niña, gracias a su fortuna y a sus relaciones con personas influyentes de la Corte Virreinal.

Desde que María Teresa cumplió los trece años, numerosos pretendientes se acercaron a pedir su mano, pero ella los rechazaba a todos.

En el fondo de su alma de niña, guardaba un amor secreto, que no recordaba desde cuándo había surgido, y al que había jurado ser siempre fiel. Ningún hombre, por más bueno, guapo o poderoso que fuera, podía igualar al amor que había despertado la pasión en su corazón y llenado de ternura y sueños su alma. Ella se lo repetía a sí misma una y otra vez, embelesada.

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Sin embargo, un día, don Felipe de Orozco y Molina y su esposa, doña Isabel, preocupados por una inesperada circunstancia y temerosos de que la gran fortuna que la niña había heredado de su padre se alejara de la familia el día que María Teresa decidiera casarse con un desconocido (lo cual era muy probable), tomaron una decisión: casarla con don Francisco de Salcedo, hijo de una hermana del coronel Orozco que había fallecido en España cuando don Francisco era apenas un niño.

El coronel Orozco y Molina se había empeñado en educar a su sobrino como si fuera su propio hijo, dándole una educación esmerada para convertirlo en un caballero y hombre exitoso.

Durante algunos años, lo envió a estudiar al colegio de los padres agustinos en El Escorial, cerca de Madrid, y luego a los jesuitas de San Ildefonso en la Ciudad de México.

Sin embargo, de ambos prestigiosos colegios solo llegaban quejas, ya que don Francisco se resistía a estudiar y se negaba a someterse a cualquier tipo de disciplina.

Desde temprana edad, odiaba el orden, la obediencia y los estudios, y en varias ocasiones estuvo a punto de ser expulsado de esas instituciones debido a su carácter rebelde, altanero y a su pereza obstinada.

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Después de intentar en vano que don Francisco siguiera estudiando, el coronel Orozco decidió llevarlo a San Felipe el Real con la esperanza de que pudiera ayudar en la administración de sus negocios ganaderos, agrícolas y mineros. Sin embargo, este intento también resultó en fracaso.

Salcedo gastaba el dinero desenfrenadamente y se rodeaba de gente de mala reputación, lo peor que se podía encontrar en esa extensa región de mineros, donde abundaban los aventureros y aquellos que llevaban una vida desordenada.

Los espadachines y alborotadores eran sus mejores amigos, y siempre estaba inmerso en juegos de cartas, una pasión desenfrenada.

Las mujeres más escandalosas, capaces de seducir al mejor de los hombres, siempre eran las dueñas de su amor y sus caprichos.

Se decían cosas terribles de él, cosas que no deberían ser pronunciadas. Durante mucho tiempo, fue el escándalo de la villa, ya que cada mañana se escuchaba hablar de alguna nueva hazaña suya.

Muchos maridos ofendidos enviaron padrinos a don Francisco, quien tenía la costumbre de conquistar mujeres casadas y luego jactarse de ello en tabernas y burdeles.

Era considerado el más habilidoso con la espada en la villa y no temía a nadie. Se podían contar cientos de enfrentamientos y peleas en los que había estado involucrado, debido a su actitud altanera y provocativa.

Don Juan Felipe de Orozco lo había sacado de numerosas situaciones comprometedoras y difíciles, ya que sentía un verdadero cariño por él, recordando a su difunta hermana. Pero ya estaba cansado, ya que parecía que nunca cambiaría, dada su conducta.

Aunque vivía bajo el mismo techo, apenas veía a don Francisco, al igual que doña Isabel y doña María Teresa, ya que casi nunca estaba en su hogar, entregado a sus interminables correrías y juergas.

Un día, cuando menos lo esperaban y sin que nadie lo hubiera obligado, ya que su tío había dejado de regañarlo, don Francisco sorprendió a todos al aparentar un cambio radical en su vida.

De la noche a la mañana, abandonó a sus antiguas amistades, dejó de beber y jugar como solía hacerlo a diario, y pasaba más tiempo en casa, lo que sorprendió al coronel Orozco, a su esposa y a los sirvientes. Lo que parecía algo increíble, comenzó a preocuparse por los asuntos y negocios que se le habían confiado y que había abandonado por completo.

El coronel Orozco y Molina, con la venda del cariño sobre los ojos, cayó en la trampa y creyó sinceramente en esa repentina y sorprendente conversión de su sobrino.

Dijo que no se sorprendía, que ya lo esperaba, convencido de que la reflexión y el cansancio harían que don Francisco, sin que nadie se lo impusiera, volviera al buen camino, abandonando la vida turbulenta, disipada y escandalosa que había llevado debido a su juventud.

Don Francisco de Salcedo logró engañar a todos con su aparente conversión, que adornó con las galas adecuadas, excepto a doña María Teresa. Ella, la inocente niña, seguía viendo en aquel hombre un monstruo de maldad, la encarnación perfecta de Satanás.

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Desde que María Teresa cumplió trece años, don Francisco comenzó a cortejarla, pero no de la manera en que los caballeros de esa época cortejaban a las damas, sino de la forma en que él solía comportarse con las mujeres de poca virtud, las que estaba acostumbrado a frecuentar en su vida disoluta.

La niña sentía indignación arder en su interior con las miradas, las palabras y otras acciones de Salcedo, pero decidió no quejarse para no disgustar a su madre y a su padrastro, quienes la trataban como a su propia hija.

Huir del terrible galán se convirtió en su objetivo, y no solo evitaba dirigirle la palabra, sino que ni siquiera levantaba la mirada para cruzarla con la suya.

Lo aborrecía y detestaba, como el bien aborrece y detesta al mal, como lo limpio y puro huye de lo sucio y deplorable.

Cuando don Francisco Salcedo consideró que ya había hecho suficientes méritos para alcanzar su objetivo, habló con su tío.

Le comunicó, con frases aparentemente sinceras y vehemencia en su voz, que estaba enamorado de María Teresa y que estaba decidido a casarse con ella si la niña accedía y si sus queridos tíos, don Juan Felipe y doña Isabel, daban su consentimiento para el matrimonio.

El coronel Orozco y Molina cayó en la trampa como un ingenuo. Escuchó la noticia emocionado y con agrado genuino. Abrazó a su sobrino y le aseguró que la noticia lo llenaba de alegría, y que haría todo lo posible para persuadir a María Teresa y a su madre de que este hermoso y feliz proyecto se llevara a cabo lo antes posible.

Inmediatamente, el coronel le contó a su esposa, doña Isabel, lo que había escuchado, temiendo que a ella no le pareciera tan buena idea como a él los deseos de don Francisco Salcedo.

Pero, para su fortuna, ella también encontró la idea excelente, ya que si los dos jóvenes se casaban, la gran fortuna que María Teresa había heredado de su padre permanecería en la familia.

Llamaron a la joven y le expusieron el asunto con palabras hermosas y dulces. Ella los escuchó aterrorizada, presa del mayor espanto.

No sabía de dónde sacó el valor para enfrentarse a su madre y a su padrastro y decirles que prefería morir mil veces antes que casarse con don Francisco, ni con ningún otro pretendiente.

Desde hacía tiempo, había tomado la firme decisión de desposarse con el Señor de los Cielos y de la Tierra. Les pidió, por el amor que le tenían, que le permitieran seguir su vocación y que estaba decidida a irse de la Ciudad de México para convertirse en novicia en el Convento de Monjas de la Enseñanza. Quería pasar allí el resto de su vida y no en ningún otro lugar.

Les suplicó que, si su felicidad significaba algo para ellos, deberían complacerla y no pensar en casarla con don Francisco, a quien no amaba, ni con ningún otro hombre.

El coronel Orozco y Molina y su esposa escucharon atónitos a su hija. Nunca habían sospechado lo que ella soñaba. Ciertamente, no esperaban que esa niña angelical que siempre les había obedecido ciegamente se opusiera a sus deseos y proyectos.

Pensaron que su deseo de entrar al convento era solo una niñería que el noviazgo y el matrimonio pronto harían olvidar. Intentaron persuadirla y luego la amenazaron, pero todo fue en vano.

La encerraron en su habitación durante un mes, permitiendo solo la compañía de una pequeña esclava mulata que hacía las veces de doncella, sin permitir que ninguna de las dos se comunicara con nadie.

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Diariamente, doña Isabel de Ibarguen visitaba a la niña, interrogándola con la esperanza de que hubiera cambiado de opinión, de que su determinación se hubiera debilitado, pero todo era en vano.

María Teresa se mantenía firme cada día, sin mostrar signos de vacilación. Su fortaleza era inexplicable.

La pobre joven pasaba largas horas arrodillada frente a su reclinatorio, ante una imagen de Santa Rita de Casia, la abogada de los imposibles y las causas desesperadas.

Sentía una gran devoción hacia ella y se encomendaba fervorosamente, confiando en que la santa comprendería la magnitud de su angustia.

Conocía la historia de Santa Rita de Casia muy bien. Desde temprana edad, la santa había deseado ser religiosa, pero por obediencia a su madre, se casó con un hombre insufrible y de malas costumbres. Dios les dio dos hijos, pero después de muchos años de matrimonio infeliz, el esposo falleció. Luego, de manera sorprendente, perdió a sus dos hijos, quienes heredaron los defectos de su padre. A pesar de no ser joven, logró cumplir su anhelo de ser religiosa y profesó en un convento.

La Iglesia Católica la canonizó por sus virtudes heroicas y los numerosos milagros que se le atribuyeron, y los fieles la declararon «Abogada de los imposibles».

María Teresa confiaba ciegamente en que Santa Rita intercedería por ella, que la liberaría de la terrible situación en la que se encontraba.

Le prometió que si la liberaba de don Francisco de Salcedo, construiría un templo en su honor, donde los habitantes de San Felipe el Real de Chihuahua pudieran rendirle veneración y culto.

El templo sería erigido en el mismo lugar donde un religioso franciscano, junto con otro misionero, había celebrado la primera misa bajo la sombra de frondosos encinos en un bosque que más tarde sería conocido como el Bosque de Santa Rita.

Fue el 22 de mayo, día en que la Iglesia honra a la milagrosa Santa de Casia, cuando ocurrió tan trascendental acontecimiento para los habitantes de Chihuahua a lo largo de los tiempos.

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Y así, el día de la boda se acercaba rápidamente.

Los padres de María Teresa, el coronel Orozco y doña Isabel, estaban convencidos de que ella terminaría cediendo y aceptando casarse con don Francisco de Salcedo. Se ocuparon de todos los preparativos y la casa se llenó de actividad y emoción.

Pero María Teresa no estaba feliz. Se sentía presionada por sus padres y pasaba las noches en vela, llorando y rezando.

Aunque parecía que Santa Rita no escuchaba sus súplicas, ella confiaba en que ocurriría un milagro y la salvaría de ese matrimonio no deseado. La fecha de la boda se acercaba rápidamente y las invitaciones ya habían sido enviadas a los invitados más importantes de la región.

Finalmente, llegó el día de la boda.

Antes de la ceremonia, doña Isabel y el coronel Orozco fueron a la habitación de María Teresa. La encontraron llorando, vestida de blanco y rodeada de sus amigas que la ayudaban a ponerse una diadema de flores y una bonita mantilla.

Doña Isabel secó las lágrimas de su hija con un pañuelo y le ordenó que dejara de llorar y se pusiera de pie. Le recordó que no la iban a matar, sino que estaban haciendo todo por su felicidad al casarla con un hombre apuesto. María Teresa, abrumada y vencida, tomó el brazo del coronel y salieron de la habitación.

Antes de dejar la habitación, María Teresa miró una última vez a la imagen de Santa Rita, que parecía sonreírle con dulzura. En ese momento, sintió que la santa le daba ánimo y valor para enfrentar lo que estaba por venir.

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En el momento más solemne de la ceremonia, doña María Teresa camina hacia el altar junto al coronel Orozco, mientras todos los invitados se maravillan de su belleza.

El novio, don Francisco, espera ansioso, luciendo su mejor aspecto, acompañado por su madre. La respuesta de ambos al sacerdote es afirmativa, y así se unen en matrimonio.

Sin embargo, poco después de la celebración, la novia se desmaya, agobiada por el peso de su infortunio.

La llevan rápidamente a su habitación, mientras todos comentan en susurros el extraño suceso. La madre trata de explicar el desmayo atribuyéndolo a las fatigas y emociones del día.

Una vez que los invitados se retiran, don Juan Felipe y doña Isabel van a ver a su sobrina y yerno en la habitación de María Teresa. La encuentran recuperada, arrodillada y rezando fervorosamente ante la imagen de Santa Rita.

Con palabras cariñosas, la invitan a unirse a su joven esposo en las habitaciones que han preparado para ellos. María Teresa acepta y se apoya en el brazo de don Francisco, quien se muestra solícito y cariñoso.

A su salida de la alcoba, dos criados les esperan con candelabros de plata para iluminar su camino. Atraviesan el corredor y el patio hasta llegar a la nueva habitación de los recién casados, que es elegante y lujosa.

En el fondo de la estancia se encuentra una imponente cama nupcial de ébano negro, con cortinas de damasco amarillo adornadas con galones de plata.

Todo en la habitación está cuidadosamente decorado y hace juego con los pesados cortinajes de las puertas y ventanas, así como los tapices de los taburetes.

El coronel Orozco y su esposa les dan las buenas noches, les otorgan su bendición y les desean una noche llena de felicidad y una vida repleta de dicha.

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Doña María Teresa, aunque aparentaba tranquilidad, temblaba como una hoja. Estaba más pálida que nunca, pero trató de sonreír a don Francisco. Este comenzó a desvestirse y antes de quitarse su lujosa ropa, colocó una daga florentina en una almohada del lecho nupcial.

En ese momento, doña María Teresa, en tono dulce y confiado, le pidió a don Francisco que fuera a buscar la imagen de Santa Rita de Casia que había olvidado en su habitación de soltera. Quería tenerla siempre cerca, ya que era devota de la santa.

Aunque a don Francisco no le pareció muy importante, accedió a su petición y salió de la habitación.

Una vez que don Francisco se alejó, doña María Teresa cerró la puerta con llave y colocó muebles para bloquearla. Junto a su leal doncella mulata, llevaron la imagen de Santa Rita y la colocaron en el lecho. Ambas se arrodillaron ante la santa, implorando su ayuda con fervor.

Cuando don Francisco regresó y encontró la puerta cerrada, llamó suavemente pensando que su esposa estaba en la habitación arreglándose. Al no recibir respuesta, comenzó a golpear la puerta y a llamar a doña María Teresa, pero no hubo respuesta.

Desesperado, hizo más ruido y llamó aún más fuerte. La servidumbre y los dueños de la casa acudieron al escuchar el alboroto.

Al llegar a la puerta de las habitaciones nupciales, vieron a don Francisco fuera de sí, gritando y profiriendo terribles improperios contra su esposa.

El coronel y su esposa trataron de calmar la situación y preguntaron a doña María Teresa qué sucedía, instándola a abrir la puerta. Sin embargo, ella respondió con determinación que no abriría y que preferiría clavarse la daga en el pecho.

Afirmó que solo abriría al día siguiente cuando acudieran el sacerdote y el padre superior del colegio jesuita bajo cuya protección había decidido ponerse.

El coronel y su esposa vieron que era mejor esperar y evitar un mayor escándalo.

Le pidieron a don Francisco que se retirara a sus habitaciones de soltero y esperara hasta el amanecer para resolver la situación desagradable en la que se encontraba por culpa de doña María Teresa, tanto como novio como recién casado.

Don Francisco no estaba satisfecho con esa decisión y quería derribar la puerta y vengarse de su esposa, pero no tuvo más opción que obedecer.

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Y así, en la mañana siguiente a la boda, algo inesperado sucedió.

El alcalde de la ciudad, acompañado de dos alguaciles, llegó temprano a la casa del coronel Orozco. Había recibido una denuncia urgente y escandalosa que involucraba al propio coronel.

El alcalde le contó al coronel lo sucedido. En medio de la noche, una misteriosa mujer vestida de negro y acompañada de su sirvienta, se presentó en las casas del alcalde para denunciar un acto de adulterio. Según ella, en una casa cercana se encontraba un hombre casado en compañía de una joven casada con la que tenía una relación ilícita desde hacía mucho tiempo.

Sin perder tiempo, el alcalde y sus hombres se dirigieron a la casa indicada. Cuando llegaron, descubrieron que era la morada de una mujer llamada doña Quiteria García, conocida por su belleza y su comportamiento ligero. La puerta fue abierta por una anciana sirvienta y, sin esperar más, el alcalde y los alguaciles entraron.

El primer lugar al que accedieron fue el dormitorio de doña Quiteria. Lo que presenciaron allí fue sorprendente y vergonzoso. La hermosa mujer y su amante, don Francisco de Salcedo, estaban profundamente dormidos en la cama. El alcalde y sus hombres los despertaron y les ordenaron vestirse, ya que serían detenidos por sus actos ilícitos.

Don Francisco y doña Quiteria se resistieron y se negaron a salir de la habitación. Fueron necesarios varios intentos y una hora de persuasión por parte del alcalde para convencerlos de que se vistieran y los siguieran sin más resistencia. Finalmente, lograron salir de la habitación, pero el escándalo y la vergüenza habían quedado expuestos ante todos.

Estos hechos fueron registrados en un juicio por adulterio, dejando constancia detallada de todo lo ocurrido.

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El escándalo se propagó rápidamente por el vecindario, y la multitud que se había congregado frente a la casa de doña Quiteria y don Francisco exigía que salieran.

Todos estaban cansados de los amoríos públicos y escandalosos de doña Quiteria, quien coqueteaba con hombres casados y solteros sin importarle las consecuencias.

El alcalde, ante la insistencia de la multitud, ordenó a los alguaciles sacar a los acusados de la cama y de la casa, a pesar de su enojo y resistencia. Uno de los alguaciles ofreció su capa para cubrir a doña Quiteria, ya que apenas llevaba ropa.

Ambos, llenos de furia, lanzaron insultos y maldiciones contra el alcalde, los alguaciles y la multitud que los acompañaba hasta la cárcel pública, donde fueron encerrados.

En medio de todo el alboroto, doña Isabel de Ibarguen, al ver a su marido tan alterado, le pidió que le explicara lo que estaba sucediendo. Con horror, se enteró de la infame aventura de su yerno.

Comprendió que los acontecimientos de la boda, las lágrimas y el desmayo de su hija frente a los invitados, lo que los criados presenciaron en la puerta de la habitación nupcial esa madrugada, y ahora el escandaloso suceso en el que estaban involucrados doña Quiteria y don Francisco, serían motivo de chismes y murmuraciones en toda la villa e incluso en la Nueva Vizcaya, donde ambos eran ampliamente conocidos.

El orgullo y el amor propio de doña Isabel quedaron destrozados.

El coronel Orozco aseguró al alcalde que, dado el alcance del escándalo, debían proceder sin contemplaciones y aplicar toda la severidad de la justicia a su sobrino y a doña Quiteria.

Además, le advirtió que haría uso de su influencia para que los presos fueran llevados a Durango y juzgados allí de acuerdo con las leyes civiles y eclesiásticas. No deseaba tener ninguna participación en ese asunto vergonzoso que tanto lo avergonzaba como corregidor de la villa.

Una vez que el alcalde se despidió de la familia, el coronel y su esposa enviaron mensajes suplicantes al señor cura y al reverendo padre superior para que acudieran a su casa con prontitud. Les explicaron la situación y les rogaron que intervinieran para liberar a doña María Teresa de don Francisco.

Durante horas, los sacerdotes y la familia discutieron en la sala de la casa. Doña María Teresa, entre lágrimas, se arrodilló ante ellos, suplicando que la protegieran y la liberaran de su matrimonio con don Francisco.

Se acordó que doña María Teresa debería iniciar un proceso legal para anular su matrimonio, un proceso que llevaría tiempo pero que, sin duda, le sería favorable. Además, don Francisco y doña Quiteria serían juzgados por el delito flagrante en el que habían sido sorprendidos.

La joven se dirigió rápidamente a su habitación, llena de emoción, para agradecer a Santa Rita. Estaba convencida de que la santa le había concedido el milagro de liberarla de don Francisco después de meses de angustia y sufrimiento.

La mujer misteriosa que denunció a don Francisco y doña Quiteria seguía siendo un enigma para todos. Nadie la volvió a ver en la villa y su identidad intrigaba a todos los que conocían la historia. Doña María Teresa renovó su promesa a la santa de construirle un templo una vez que su matrimonio se anulara y ella estuviera libre para ingresar al convento, un anhelo que ardía en su corazón.

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Pocos días después del traslado de don Francisco y doña Quiteria a Durango donde serían juzgados, llegó la triste noticia de que el convoy había sido atacado por bárbaros.

En el enfrentamiento, murieron soldados, atacantes y el propio don Francisco, mientras que doña Quiteria fue llevada cautiva por los indios, sin que nunca más se supiera de ella.

De esta forma, de manera inesperada, sin necesidad de continuar el juicio de anulación de su matrimonio, doña María Teresa quedaba libre de don Francisco.

Santa Rita Casia, la abogada de los imposibles, le había concedido un gran milagro. La joven se dispuso a cumplir de inmediato la promesa que le había hecho a la santa.

Con el apoyo de sus padres, adquirieron una extensa porción del bosque de Santa Rita, incluyendo el lugar donde se decía que se había celebrado la primera misa en aquel suelo sagrado.

Se elaboraron proyectos y presupuestos, y finalmente se dio inicio a la construcción del hermoso y sencillo templo que todos conocemos y amamos en Chihuahua.

El templo de Santa Rita se erigió bajo la sombra de gigantescos encinos, rodeado de una espaciosa huerta con árboles frutales.

Doña María Teresa decidió llevar consigo la imagen de Santa Rita que la había acompañado durante sus tribulaciones, mientras que una hermosa imagen de la santa, enviada desde España, fue colocada en el altar mayor.

Generosamente, doña María Teresa dotó al templo con ricas vestiduras, alhajas y campanas, y se encargaron ornamentos y adornos para el altar desde México.

Una vez finalizada la construcción, se celebró la solemne bendición del templo, del altar mayor y de las campanas el 22 de mayo.

Doña María Teresa se aseguró de que toda la comunidad de la villa asistiera a la ceremonia. En la Alameda, cerca del templo, se dispusieron mesas con frutas, bebidas refrescantes y dulces. También se ofrecieron almuerzos y comidas para aquellos que desearan quedarse bajo la sombra de los árboles hasta la hora del Rosario, seguido de una procesión con el Santísimo.

Ese mismo año, doña María Teresa de Larrazolo dejó la villa de San Felipe el Real y se trasladó a México para ingresar en el convento de la Enseñanza. Allí vivió hasta el día de su muerte, en una vida santa y edificante.

A lo largo de los años, las festividades en honor a Santa Rita crecieron en importancia. La tradición de pasar el 22 de mayo en la Alameda se extendió, convirtiéndose en una animada feria a la que acudía gente de la villa y de toda la comarca.

Y así, la leyenda de Santa Rita de Casia y la historia del templo en Chihuahua se difundieron por generaciones, inspirando devoción y fervor en aquellos que conocieron y amaron su historia.

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